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La ciudad recreada
Una conversación con Roberto Merino

La ciudad que habitamos es, en parte, mental, recreada, con zonas asociadas a estados de ánimo o a lecturas o a invocaciones algo azarosas, que son también indagaciones del pasado, de la biografía, del carácter de sus habitantes, en este caso, chilenos. 

  • 27 noviembre, 2023
  • 28 mins de lectura

El escritor Roberto Merino.

Fotografía de José Antonio de Pablo

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    Nos reunimos con el poeta Roberto Merino (Santiago, 1961), autor de dos libros de poesía, una novela, tres volúmenes de ensayos y no menos de quinientas crónicas; estas últimas, a ritmo al menos semanal, y siempre bien recibidas. Fueron dos jornadas en un café cerca de la casa del escritor, en Plaza Las Lilas, en Providencia, parte de cuyo registro en audio presentamos a continuación, como una secuencia continua en la que se ha procurado conservar el modo natural en que discurre un diálogo cuyo tema y dirección se van revelando mientras se avanza.

    CJ: En una crónica hablabas de una amiga a la que le recomendaste que no se fuera a vivir más allá de cierta calle.

    RM: De Diego de Almagro, puede haber sido.

    CJ: Mencionabas un borde aurático, mental. ¿Podrías explicar un poco eso?

    RM: Sí, esa aprehensión viene de… son cuestiones más bien intuitivas, que tienen que ver con cómo uno percibe la dinámica de sus propios movimientos en la ciudad y sus relaciones con otras personas en el espacio. Eso lo escribí en los años 2000… Ñuñoa siempre ha sido complicado en términos conceptuales, que creo que es algo dinámico, va cambiando para los distintos observadores en el tiempo. No es lo mismo el Santiago de 1910 al actual, cómo estaban distribuidos simbólica y afectivamente los espacios. Piensa que entonces se vivía de la Plaza Italia hacia abajo, y lo que estaba arriba no existía como ciudad propiamente tal, sino como lugar campestre. Con dinámicas campestres, espacios campestres, costumbres campestres: carreras a la chilena, ferias agrícolas; todo ese tipo de cosas. Entonces, para mí es misterioso cómo se van constituyendo los distintos lugares, con independencia de las políticas públicas. Había un lugar que fue muy importante en algún momento: Los Guindos. Y tú dices: “¿Qué mierda es Los Guindos?; ¿dónde está…?”. Porque en ningún mapa está Los Guindos. Mi mamá vivía ahí, y yo vi unas cartas que le llegaban con su nombre, la dirección y, abajo: “Los Guindos”. Era una parte entre Ñuñoa y La Reina, como para Tobalaba, que existía como designación, como lugar, pero no estaba en los mapas; eso es muy extraño. Bueno, El Golf tampoco está en los mapas, si te fijas.

    CJ: Si uno dice que el límite de la ciudad es la calle Diego de Almagro, sin tener por qué explicar nada, es porque algo pasa en el ánimo al cruzar esa calle. Pero no es la sensación extraña que produce, por ejemplo, Zapadores.

    RM: Es algo anímico, sí.

    CJ: Pareciera haber una especie de fondo angustioso más allá de lo que uno llama la ciudad familiar.

    RM: Los límites de la ciudad familiar se van moviendo, no son siempre los mismos. Cuando uno es chico tiene una experiencia de ciudad familiar muy acotada; eso se va expandiendo. De hecho, toda la aventura de la juventud consiste en ir expandiendo esos límites, y entonces uno va acogiendo como familiares espacios que desconocía hasta hace un tiempo. El ’79 yo tenía 17 años, y a una compañera de universidad, que murió ya, le pregunté dónde vivía. Me dijo que en Pedro de Valdivia Norte. “Ah, bueno, vivimos cerca, entonces”, le respondí. Yo vivía en el centro. “¿Cómo que cerca, weón? ¡No es cerca!”, me contestó. Para mí, cerca es un lugar a donde se puede ir caminando, ahí hay una medida; y entonces yo pensaba: si me quedo en Pedro de Valdivia Norte botado, voy a poder volver caminando fácilmente.

    CJ: Otra medida puede ser que, yendo de un lado a otro, uno no pase por lugares anímicamente complicados.

    En busca del loro atrofiado, selección de crónicas de Merino.

    RM: Exacto. Sí, es eso: tienes una cierta uniformidad, puedes caminar distraídamente, sin tener que ponerte alerta.

    CJ: El campo es bastante parejo; el efecto que produce. Incluso un cerro pelado, mientras no haya ruido y uno perciba algo así como la naturaleza.

    RM: En el campo aparece el diablo y todo eso. La “viuda blanca”. Hay una cosa con la ultratumba, el “más allá”.

    CJ: En el campo no se tiene la experiencia angustiosa del espacio, que en la ciudad podemos sentir de manera muy intensa. En muchas de tus crónicas hay una especie de horizonte. Ese comentario sobre el límite, yo creo que dice mucho de la experiencia que se vive en la ciudad, un poco como si fuese la única experiencia posible.

    RM: Claro. Esa niña que tú mencionabas hace un rato vivía en Colón y se iba a ir a vivir a Ñuñoa. Yo vivía en Carlos Antúnez, y le dije: “No nos vamos a ver más”. Y fue así.

    CJ: Salió del campo magnético.

    RM: Su campo de referencia cambió, simplemente porque uno tiene cierta cantidad de energía y cierta magnitud de tiempo para moverse.

    CJ: Es un problema práctico.

    RM: Es como en Londres. Recuerdo que los amigos de Neil Davidson vivían tan lejos entre todos, que si te iban a ver era con alojada, para que valiera la pena moverse de un punto a otro. No había eso de “juntémonos en el café de la esquina…”, que en Santiago todavía sigue. Ahora, es divertido esto de los límites. Clemente, mi hijo, me contaba que en el paradero de micros escuchó a un zorrón hablando por teléfono, pidiéndole a su papá que lo fuera a buscar. Le decía: “Papá, estoy en el centro”, y estaba en Colón con Vespucio.

    CJ: Para quienes viven en Valle Escondido el hito puede ser Vespucio. Bajar de Vespucio sería como bajar de Plaza Italia. Plaza Italia es un límite, claro. Vespucio, a su manera también lo es. Y hay límites más arriba…

    RM: El sentido que se le da a la expresión “de Plaza Italia para arriba” ya no es el de antes, pero sigue funcionando sicológicamente. De hecho, toda la tendalada del estallido quedó ahí. Sigue siendo un lugar cargado.

    CJ: Es un lugar donde la violencia ha podido desplegarse. Y toda esa fealdad que ha quedado, que es como el sello de la violencia. Pero es más aterrador que esa violencia no se exprese de ninguna manera.

    RM: Que esté incubada.

    CJ: Que esté incubada por mucho tiempo.

    RM: Como el huevo de la serpiente.

    CJ: Y hay otro límite: El Arrayán. Ir para allá era antes como un viaje espiritual.

    RM: Sí, claro. Lo que pasa es que fue muy hippie. La primera vez que fui a hacer algo allá, a la casa de unos amigos, el año 77, me acuerdo de un jeep inmundo en la plaza San Enrique. Habían escrito con el dedo en la ventana: “Límpiame”. Y yo todavía alucinaba con todo eso: con alguien que no limpia el jeep, que anda en sus asuntos espirituales.

    CJ: Despreocupación no culposa.

    RM: Exacto.

    CJ: El Arrayán tenía eso.

    RM: Y veías sujetos con pintas extrañas, qué sé yo.

    CJ: Y están los árboles, el olor a pino, a humo de chimenea. Mucha chimenea en invierno.

    RM: Y la humedad, porque en invierno era muy húmedo y emanaban olores vegetales de todos lados. Y el río, que iba por abajo.

    CJ: Siempre es una excelente noticia tener que ir al Arrayán.

    RM: Para mí fue maravilloso el descubrimiento de esta especie de límite. Era algo que empezaba donde acababa la ciudad, hacia arriba. Ahí también se produce el mismo fenómeno del que hablábamos, el de las designaciones. Para la gente que vivía ahí eran otros los límites: el puente San Enrique, camino El Alto…, no sé; hablaban con mucha familiaridad de esas cosas. Y se movían también en laberintos. Yo iba con mi amigo Sergio Campodónico. Él manejaba y sabía dónde doblar para ir a Lo Barnechea. Estaba el Camino a Farellones… Tenía sus misterios. Tanto el Cajón del Maipo como El Arrayán son lugares que tienen muchas cosas escondidas.

    CJ: Son lugares con una vida interna.

    RM: Es para adentro, siempre.

    CJ: Y por eso son fascinantes.

    RM: Hay misterios, hay portones, no sabes qué hay al otro lado.

    CJ: Uno se puede hacer una pregunta filosófica. Si es que existen infinitas emociones, tal como, por ejemplo, cada canción produce una emoción distinta, pasa lo mismo cuando uno va a diferentes ciudades. Hay una “sensación Buenos Aires”, que es clarísima; así como una “sensación Londres”, que es increíblemente vitalizante. A uno le da la impresión de que son sensaciones tan nítidas, que en realidad son universales; que el modo en que los seres humanos se sienten ahí debe ser más o menos parecido…

    RM: Claro.

    CJ: … porque está bajo el mismo régimen de la sensación de fondo que hablábamos sobre lo de estar más allá de Diego de Almagro. Su referente, por decirlo así, es objetivo. También está la sensación que producen ciertos barrios. Cuando haces un giro hacia donde están los canales de televisión, está el cerro y uno ve el río.

    RM: Hay un cambio ahí.

    CJ: Es una cuestión que uno pensaría que todas las personas perciben de manera bastante parecida.

    RM: Es, quizás, el modo en que uno vive permanentemente. Si pudiera hacer una especie de símil gráfico de esta cuestión serían unas partículas en permanente configuración. Uno está escuchando una música al fondo que te remite emocionalmente a alguna parte, están las caras de las personas, qué sé yo, y mientras tanto estás concentrado en conversar. Pero están pasando esas otras cosas mientras la misma imagen de Londres o de Buenos Aires que aparece en la conversación te modifica emocionalmente. Son leves modificaciones, y uno más o menos navega en esos pequeños ajustes. Después llegas a tu casa y tienes la sensación de regresar al nido, pero ahí tomas un libro, un cuaderno, prendes la televisión, y te pasan otras cosas. Y así es el largo viaje del día hacia la noche. Claro que uno para sobrevivir, para funcionar con los demás, no puede exacerbar esas descripciones; si no, quedaría paralizado. Cada canción, cada rostro, cada tono de voz, cada color de las hojas de los arbustos te podría paralizar, porque estarías atento siempre estrictamente a tus emociones. Uno tiene que estar atento a otras cosas, como  a los semáforos y a los segundos que hay que dejar pasar por si viene un descriteriado.

     

    Vibraciones del estallido

    CJ: Modificaciones continuas. La vida en la ciudad es una vida de permanente estímulo.

    RM: Sí, tendría que ser así. A mí lo que me desarmó un poco el panorama después del estallido fue esta especie de campamento en que se transformó todo. La modificación de la libertad de la vida cotidiana a la que uno estaba acostumbrado. Los negocios empezaron a cerrar antes, por miedo; estaban todos tapiados. Restos de conflagración.

    CJ: La zona en que tú vivías se vio muy impactada por el estallido.

    RM: En Providencia, sí. Eso fue porque uno de los objetos de deseo destructivo de los tipos, por una cuestión simbólica, era el Costanera Center. Está como mandado a hacer para romperlo a piedrazos, lleno de vidrios. Hubo varios intentos de ir a atacarlo. Estaba protegido por la policía; entonces los tipos ahí se devolvían, y al devolverse dejaban la cagada, como una especie de desquite, y ahí pasaban por mi calle. Rompieron bancos, saquearon farmacias. Los vi mucho.

    CJ: Gente para la que, en el fondo, esos lugares son nuevos.

    RM: Totalmente. Era a tal punto así, que los tipos subían caminando por el eje Providencia y por la Costanera. Si te fijas en los rayados, eran estrictamente en Providencia, y por las calles perpendiculares entraban como veinte metros, no más allá. Eso indica que ahí había un límite también de pertenencia. Los tipos no se atrevían a meterse, era un lugar desconocido. Yo vi eso. Poco después de esto, me acuerdo que una noche fui a dejar a mis hijos, los encaminé a la casa a pie. Cruzamos por el barrio El Golf, y en circunstancias en que estos gallos habían subido por Apoquindo hasta la Escuela Militar, no tenía nada, ningún rayado; es decir, los tipos no cacharon que estaba este barrio que representaba todo lo que odiaban. Había impunidad para rayar y tirar piedras, ¿por qué no rayaron ahí? ¿Por qué no se metieron ahí? Porque nunca lo vieron, solo subieron por Apoquindo. Eso indica que era gente, como dices tú, que no era de esos lugares.

    CJ: Era como hacer un comando hacia una zona de la ciudad que representa una serie de males.

    RM: Pero que no conocen bien. Hay un enemigo difuso. El Estado, eso ha sido siempre en Santiago. El gran problema que tuvo Urmeneta, que puso la iluminación a gas, era que le rompían los focos. También se apedreaban los trenes, igual que ahora.

    CJ: Modos no civilizados.

    RM: Lo propio uno no lo destruye. Supongo que estas personas tendrán un hogar, una casa. Algo cuidarán.

    CJ: Pero cuando ya estás con un pie en la vereda, esa cuestión es ajena.

    RM: Es súper raro el fenómeno. No sé, tampoco tiene que ver con la educación formal, me refiero a los colegios. Porque siempre, desde los años 60, los que estaban en el colegio eran los menos, y siempre había gente que iba a quebrar vidrios.

    CJ: Afuerinos en su propio lugar.

    RM: Escuchaban todas las monsergas, los ejemplos, todo lo que hablaban los profesores de historia. Pero, no: su conducta iba por otro lado.

    CJ: Hay un fondo bien violento chileno. Edwards Bello vuelve a ese tema en sus crónicas una y otra vez, todos los años.

    RM: Sí.

    CJ: Es un tema que no suelta nunca: el fondo hostil chileno. Si tú lo comparas con Perú, Argentina, España… el fondo de hostilidad, una actitud huraña. Cuando reflexiona sobre estas guerras de piedras…

    RM: … en el Mapocho.

    CJ: ¿Entretención con piedras, donde quedan tipos heridos? Es como si hubiera algo en nosotros que explica no los saqueos, pero sí los incendios después de los saqueos. Los argentinos decían “nosotros saqueamos pero no quemamos”. Entonces, habría un fondo en nosotros muy preocupante que nos hace ser como somos.

    RM: Pero quizá nosotros mismos estamos exentos de eso. No sé, ya ha pasado la mayor parte de nuestra vida y no nos ha pasado algo así. Una amiga, sin mucha ideología, en la época del estallido me dijo que había pasado por donde estaban haciendo una barricada y que no había podido resistirse, y empezó a arrastrar cuestiones para quemarlas: “Fue más fuerte que yo”. El placer del caos. Y eso ya no es chileno, es anterior.

    CJ: Eso es humano.

    RM: El fuego, como dice Canetti.

    CJ: Vida y regeneración.

    RM: Quizá puede haber una articulación chilena ahí. El problema para los primeros españoles que llegaron a Santiago y trataron de empezar a hacer una ciudad, que es muy difícil, era que les quemaban los cultivos. Les quemaban todo. Cuando se distraían, venían los picunches o no sé quién (había varias etnias, no solo una tribu) y les quemaban los cultivos. Con el primer incendio, el de Michimalonco, quedaron pasando hambre. En verdad, no tenían qué comer. De los pollos que quedaron vivos y de unas espigas de trigo se resucitó muy de a poco la despensa.

    CJ: Muchas veces hay que partir de nuevo. Terremotos, salidas del río… es como si estuviéramos obligados a vivir saltones, por los problemas geográficos y humanos. El chileno es bien saltón. Eso también lo observa Edwards Bello.

    RM: Hay un viejo argentino, el doctor Tangalanga, que se murió. Era un señor muy anciano que hacía bromas, molestaba por teléfono a la gente. Llamaba al dueño de aquí, por ejemplo, y terminaba echando puteadas, diciéndolo que su café era como el orto. El tipo provocaba indignación en la víctima de la broma. Puteaba, y a gritos. En Chile no se logra llegar a ese nivel: tiras una chuchada y cortas el teléfono.

    CJ: Claro: es rápido, violento, y chao.

    RM: Rápido, violento y chao, se acabó. No hay contacto verbal. De hecho, el viejo hacía sesiones en teatro, con público. Tenía una mesa en el escenario y un teléfono, y se sentaba a agarrar para el hueveo a la gente, y era muy gracioso, pero muy extremo.

    CJ: En Argentina, además te pueden responder durante diez minutos.

    RM: Puedes llamar después y enganchan de nuevo.

    CJ: Claro, en Chile es una puteada y ya está. La impaciencia total.

    RM: Es la no verbalidad de los chilenos. ¿Has escuchado hablar a los futbolistas?

    CJ: Es como si no les fuera natural hablar. Responden en un par de frases; pero largarse a especular, jamás.

    RM: Yo entrevisté a futbolistas en los años 90, en Don Balón, y el problema es que siempre tenían ese rasgo de bajarles el perfil a las cosas. Les preguntabas cualquier exageración: “¿Y es verdad que usted cuando hizo el gol contra la Católica justo había un rayo en el cielo?”. “No, no, esas son cosas que dicen…”. Nunca enganchaban humorísticamente. Los argentinos, sí; eran capaces de conversar y entregarte detalles. Los chilenos le bajaban el perfil a todo.

    CJ: Solo respondían.

    RM: Eso era muy extraño. El otro día escuchaba a Caniggia contando cosas, un video de no sé qué año, y es entretenido escucharlo. Incluso le metía humor a las cosas, un humor discreto hasta cierto punto.

     

    La cultura de la subsistencia

    CJ: Edwards Bello subrayaba que aquí siempre, en todo, se gastaba lo menos posible, que es como un principio de economía. Lo mínimo. Las comisarías son un ejemplo. Su arquitectura es triste.

    RM: Totalmente. Esa es la política de gasto fiscal para hacer cualquier cosa. Se hace según este sistema… cómo se llama… de “concurso público”, en que eligen los presupuestos más baratos, pero sin medir el resultado. Como si el presupuesto fuera el único parámetro.

    CJ: “Por qué vamos a estar costeando caprichos”. Una mentalidad ultra escéptica.

    Joaquín Edwards Bello ((1887-1968), cronista inevitable.

    RM: Así no se puede hacer nada. Por eso es tan admirable cuando los nuevos edificios dejan espacio para las veredas y las alturas. Sorprende que alguien haya pensado en el otro, en los demás.

    CJ: Yo creo que tiene que ver con una especie de cultura de la subsistencia. Me imagino que eso en alguna parte te va bloqueando, te va poniendo a la defensiva. En la calle, si tú le preguntas algo a alguien muchas veces hay una reacción como de inquietud. Un argentino o un español te pueden hablar media hora. Uno no siente que los está interrumpiendo, no se presupone esta economía.

    RM: De Quincey hablaba de los campesinos ingleses en su época; que tú les preguntabas “dónde está el pueblo tanto”, y solo indicaban hacia atrás, ni siquiera usaban palabras.

    CJ: Una especie de optimización energética. Estaba leyendo sobre un tipo que había cruzado caminando desde Rusia hasta Canadá por el Polo Norte. Dos meses y medio, solo, llevando un trineo enorme. En algunas partes tenía que nadar entre hielos. Estuvo durante varias semanas conviviendo con unos zorritos que comen poquísimo, que ahorran toda la energía, entonces no hacen los caminos más cortos de un punto a otro sino los más fáciles. Yo creo que nuestro modo tan apretado de hablar, la “talla” chilena, no explayarse en un largo cuento, opera bajo el mismo principio.

    RM: Es curioso, pero siempre ha sido así. Quiero decir, siempre se hablaba de la incapacidad del chileno para opinar cuando le preguntaban algo. Todo el mundo se indignaba con eso, pero esos eran otros chilenos, porque se supone que los que se indignaban eran capaces de opinar.

    CJ: Uno se da cuenta de estas cosas cuando está fuera de Chile, al ver un edificio público rococó. Damos por obvias cuestiones totalmente arbitrarias.

    RM: La belleza en Santiago es un corolario no considerado, es por chiripazo. Afortunadamente hay tipos que estudiaron arquitectura, que alguna estética reproducirán.

    CJ: Claro, es como sorprendente llegar a un barrio y de repente ver un lugar bonito, como que hay unos árboles grandes, unos pimientos, y algo pasó que los cables no quedaron ahí. Quedó como una placita, una especie de lugar acogedor… y esa cuestión es una sorpresa enorme.

    RM: Por eso son tan importantes gallos como Vicuña Mackenna, que realmente se fijaban en las cosas, estaban pensando la ciudad. Hicieron, no solo hablaron. O Alberto Mackenna, el que forestó el cerro San Cristóbal. O Cousiño, que hizo el parque. Cosas para los demás.

     

    La escritura como indagación

    CJ: En tus crónicas hay algo de Edwards Bello, pero eres más fenomenológico todavía, por así decirlo. El afán fenomenológico de la descripción, de dar cuenta de la experiencia.

    RM: Es por tener menos temas. Edwards Bello tenía temas que zanjar.

    CJ: No puede no pronunciarse sobre la contingencia. Pero tiene harto de ensayo.

    RM: Tiene mucho, sí.

    CJ: En tu acercamiento fenomenológico encuentro que has elaborado una especie de sicología, hay un sujeto que ya no se martiriza por la procrastinación ni nada, porque en el fondo sabe cuál es el verdadero interés: la fascinación. En muchas crónicas tuyas hay algo así, ya sea por cosas del pasado o del presente. No está el miedo que podría tener alguien, digamos, a ser depresivo.

    RM: Claro.

    CJ: Una cuestión clásica de tu modo de hacer fenomenología es el rastreo de fascinaciones, que es muy saludable. La procrastinación, el sacar la vuelta, el no hacer algo, la postergación infinita… no son algo problemático, como podría serlo para alguien de 20 ó 30 años.

    RM: Exacto, claro, no.

    CJ: Es como el corazón de la experiencia poética: no tiene por qué tener que ver con la escritura.

    RM: Me acuerdo que mis hijos me mostraban juegos. Yo les decía que me entretengo más tirado en la cama mirando el techo. En verdad, pensaba: claro, estás mirando el techo, no estás haciendo nada ni estás incómodo. Es un espacio vacío que uno conecta con cualquier cosa. Metes cualquier cosa ahí.

    CJ: Es difícil captar la edad de su autor.

    RM: Lo que me dices es un gran alivio. Hago crónicas porque ya estoy enrolado en eso, pero lo que me friega, a veces, es el envejecimiento que puedan tener, por la edad tanto del yo como de las cosas. Que se hagan totalmente anacrónicas llegado un momento. Tampoco me preocupa mucho.

    CJ: No envejecen las crónicas de Edwards Bello.

    RM: Sí, no envejecen.

    CJ: Porque la escritura está viva, es la voz de Edwards Bello bajo algún estado de interés. Entonces, cuando uno lee una crónica tras otra, un tomo tras otro, hay una suerte de continuo.

    RM: Sí, da lo mismo que esté hablando de problemas del año ’26.

    CJ: El proceso de escritura fue una experiencia completamente real.

    RM: Sí, es el hecho de no saber de qué voy a escribir en una crónica lo que garantiza, al menos para mí, que el resultado va a ser una cuestión que se originó ahí, y por lo tanto está viva, no es deliberada.

    CJ: Tiene “nervio”, como decía Ernesto Rodríguez.

    RM: A Edwards Bello le dijeron una vez “usted tiene mucho caballo”.

    CJ: Hay una tirantez interna, digamos. No es como la redacción de algo que ya está procesado.

    RM: No son ideas, puede haber ideas pero no son ideas previas.

    CJ: Yo creo que tiene que ver con la escritura como una especie de exploración.

    RM: Un instrumento de indagación. Y eso está referido estrictamente al momento, hay un tiempo. Ponte tú, si escribes una novela, algo así, tienes otra disponibilidad de tiempo para lo mismo, para esa indagación. En este caso, es una cosa más flash, tiene un tiempo restringido y un espacio restringido.

     

    Crónica de lo real

    CJ: Alguna vez conversamos sobre Joyce, de su cierta omnisciencia para abordar la realidad. Tu novela, Mundos habitados, es una novela realista, una novela “objetiva”. Da la impresión de que cuando tú la estabas escribiendo actuabas como un historiador. Alguien que dice: “Esto tiene que ser puesto así”. Pareciera que en el momento de la escritura no había demasiados caminos. Es más, pareciera que a ratos el camino era uno solo.

    RM: Claro que sí, porque, ¿qué pasa cuando tú usas la escritura como instrumento de indagación? Las cosas se van aclarando y poniendo en escena en la medida en que escribes. También se podría hablar de un instrumento de invocación. Tú sabes que hay un caos por ahí, que hay elementos que han permanecido en la trastienda, detrás de zonas medio nebulosas. Elementos que no tienen nada que ver con tu conexión con los otros seres humanos ni con el curso de tu vida en términos más formales, digamos. Es lo que fue quedando atrás. Pero, no obstante, por una floración del inconsciente (se supone que está siempre operando) uno anda todo el tiempo con imágenes, sensaciones y remisiones hacia momentos del pasado, las cosas que fueron quedando atrás. Uno está en una esquina parado a las diez de la mañana, y prende un cigarro, y ahí viene la carga epifánica, ese momento se conecta con otros momentos muy específicos. Sí, eso es: no es que uno tenga una sensación general, sino que hay una cosa muy específica que tiene que ver con el tono de la vida en términos muy precisos.

    Mundos habitados, “novela” de Merino.

    CJ: Una crónica de lo real.

    RM: Se presenta como momento por asociación automática. Me puedo acordar de un momento del año ’69, ponte tú, de este mismo mes, del mismo tipo de atmósfera. Tiene que ver con la luz… Sí: es la luz el asunto; entonces produce un abismamiento. Hay una serie de elementos que uno anda trayendo y que también son cosas que uno difícilmente las comunica. No las comunicó en la infancia y sigue sin comunicarlas. Hay un episodio en la novela que es sobre un tipo, Patricio Gardi. Es muy extraño, porque proviene de Nino Bravo, y esto es una recuperación de la imaginación infantil. Yo pensaba en Nino Bravo, me costaba mucho imaginarlo como un español. En los años 70, no sabía mucho de España, tampoco… Finalmente, cuando escuchaba esas canciones, me imaginaba un personaje, y este personaje estaba en Chile, en verdad. Cuando el tipo moría de amor lo imaginaba en una casa específica. Eso es lo que traté de describir, esos lugares. Finalmente tenía casi otra identidad, que era la de Patricio Gardi, un ex marino vinculado… un personaje muy… a mí me da mucha risa. Quiero decir que no es que estuviera imaginando en ese momento, sino que estaba mirando algo que había imaginado hace cincuenta años.

    CJ: Ya que es imposible saber lo que ocurrió, alguien con buena memoria dice: “… bueno, es así como lo recuerdo, y si mal no recuerdo la sensación que me provocaba era esta, y eso lo doy como hecho objetivo”. Es como una subjetividad objetiva. La escritura está rastreando eso, al parecer.

    RM: Esta rastreando cierta articulación de la subjetividad, pero en calidad de fósil. O quizás no de fósil, no sé cuál sería el símil. Algo que uno encuentra, algo que ya está constituido, que ya no es subjetivo. Está ahí, no más; ya fue.

    CJ: Esto recuerda la anécdota de Samuel Johnson, cuando estaba escribiendo sobre los poetas ingleses. Decía, ponte tú, que la mamá de Milton se llamaba Mary. Y alguien dijo “no, se llama Ann”. Pero él puso Mary, porque era tal como él se acordaba. Entonces hay una especie de, no sé si la palabra es compromiso, pero puede ser, porque si no hubiera compromiso habría ficción. O sea, tú de lo que te cuidas es de no hacer ficción.

    RM: Exactamente, salvo que esta relación objetiva ya esté inficionada de ficción, con la ficción de la vida diaria, con la ficción de los recuerdos, además. Ya sabemos que los recuerdos están constituidos en gran parte de ficción.

    CJ: Lo que no hay es fabulación.

    RM: Eso. Me dejé llevar de repente por la ficción. No creo haber inventado nada. Quizá, ah, sí, en las partes de mi abuelo… en las partes primeras, de mi abuelo y de mi abuela. Como no tenía todos los datos, y no tenía tampoco a los informantes, y hay cosas se me habían olvidado también, rellené de repente con ficción, pero…

    CJ: … necesaria.

    RM: Necesaria. Y probable, también. Sé que mi abuelo estuvo con tales tipos y puedo saber qué hubiera opinado, si bien la opinión nunca me la comunicó.

    CJ: Se trata de un mundo posible del que uno podría dar cuenta sin caer en una arbitrariedad.

    RM: Exactamente.

    CJ: En ese sentido, tanto tus crónicas como tu novela siempre son objetivas, por más evanescentes que sean.

    RM: Sí.

    CJ: ¿Y por qué no dar un paso a la ficción?

    RM: No, no, es que no lo soporto.

    CJ: Puedes leerla, pero no escribirla.

    RM: Puedo leerla. Odio cuando me hacen ver que es ficción. Henry James tenía eso: odiaba que le mostraran la tramoya, que le mostraran el lado de atrás del escenario. Me pasa lo mismo. Quiero creer que es verdad lo que me están contando. No me interesa el hecho de que Tolstoi haya creado eso que leo.

    CJ: ¿Y alguna vez has intentado ficción?

    RM: Sí, claro. Horrible, me va mal, me aburro mucho.

    CJ: ¿Tienes alguna explicación?

    RM: No, quizá no tengo talento para eso.

    CJ: Es otra manera de operar, de entender la realidad.

    RM: Uno puede probar a través del humor si se entiende con alguien. Yo me entendía con Germán Marín, que escribía ficción, pero escribía… en general, ficción autobiográfica. Pero a veces inventaba personajes, y el hecho es que todos los personajes que inventaba hablaban igual que el personaje central, siempre, pero no molestaba. Increíblemente, porque eran personajes de otra extracción, de otro mundo. Marín decía que no había que ser muy inteligente para ser novelista, y me mostraba que hacía como unas planificaciones: “… en el tercer capítulo tiene que aparecer tal personaje…”. Todo anotado en un cuaderno, pensaba eso por adelantado. Pero a la vez disfrutaba mucho esos momentos en los cuales en la realidad cotidiana como que la ficción se manifestaba más allá de la cuenta. Cuando la realidad, el día a día, se manifestaba con elementos propios de la ficción.

    CJ: Hay un poema de Ashbery donde dice algo así como “se abre un ascensor y aparecen veinte boy-scouts chinos”. Le preguntaron que por qué recurría a imágenes tan rebuscadas. Dijo “no, no, no…”.

    RM: “… lo vi”.

    CJ: La voz de tus crónicas, ¿es la misma que la de la novela?

    RM: Yo creo que es la misma voz, o apuesto a que sea la misma voz. Diría que es la misma mente, también.

    Autores

    • Cristóbal Joannon

      Cristóbal Joannon es profesor del Departamento de Filosofía de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez, donde también dirige el Magíster en Artes Liberales. Dirige la colección de traducciones de Ediciones Tácitas, y es autor de dos libros de ensayo: No soy de ningún equipo, editorial Lolita, 2014; y Sobre mi cadáver, Mundana Ediciones, 2019.

    • Roberto Merino

      Roberto Merino es escritor chileno. Autor de numerosos libros de poesía, ensayo y crónicas, entre las que no pueden dejar de mencionarse En busca del loro atrofiado (2005) y Todo Santiago (2012). Su último libro es la novela Mundos habitados (2022). Su obra ha obtenido el Premio Municipal de Santiago y el Premio Academia Chilena de la Lengua, entre otros reconocimientos.