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Un artefacto entrañable

Pese a sus limitaciones, el último libro Bob Dylan agrega una buena cantidad de ladrillos, justos, necesarios, para poner a la canción popular a la altura que merece.

  • 1 agosto, 2023
  • 12 mins de lectura
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    No es haber memorizado una larga lista de datos, poder visualizar el mapa preciso de protagonistas en su lugar de origen ni ostentar una colección abultada de discos lo que en verdad distingue a quienes aprecian la huella profunda de la música popular en nuestra cultura. Su ventaja es en apariencia más sencilla, pero también inasible: está en sopesar la relevancia de la canción como artefacto artístico. No son los autores, sino el tarareo al que dan curso. No es la fama de un intérprete, sino aquella inflexión particular suya que asociamos a nuestro estribillo favorito. Nada logra el estilo sin el vehículo adecuado para que éste se despliegue.

    Cineastas, novelistas y otros creadores de gran prestigio han concedido la superioridad de la canción popular para volverse una expresión entrañable: “Estoy convencido de que si se nos permitiera decir algo al final de nuestras vidas, y fuésemos verdaderamente sinceros, como resumen de toda nuestra existencia cantaríamos una canción”, le comenta Federico Fellini al cantautor Lucio Dalla en una entrevista radial de 1990; “Me he dado cuenta de ello con las cuatro o cinco melodías que siempre hacen que me invada la misma nostalgia, la misma emoción, el mismo remordimiento”1.

    Y recordaba otra vez Rubén Blades la incamuflable envidia con la que el mexicano Carlos Fuentes comparaba el impacto de una novela con el éxito que él tenía en el canto: “… porque ‘Pedro Navaja’ dura siete minutos y la entiende todo el mundo: la abuela, el comunista, el derechista, el chiquillo, el estudiante, el vago, el drogadicto, el trabajador. Y se la aprenden de memoria. Y la siguen cantando una y otra vez. Eso es poder. Y la literatura quisiera tener ese poder…”2.

    Por eso, sólo un lector muy despistado sobre el poder cautivante de la música popular y la hondura en el diálogo de ésta con su tiempo considerará exagerado que Bob Dylan le aplique a su nuevo libro el filtro de la “filosofía”, ya desde el título. Filosofía de la canción moderna es un ensayo sin comparación con la obra literaria previa del más relevante cantautor estadounidense (letras de canciones aparte). No están aquí la guía autobiográfica que dirigió Crónicas. Vol. I (2004) ni la deriva en la ficción de Tarántula (1971), sino un peculiar ejercicio de análisis de quien conoce el gran cauce de la canción en inglés y parece contagiosamente animado en exponer los vínculos que algunas de sus piezas muestran hacia asuntos que a Dylan le son reveladores de su país, los conflictos de la vida adulta y el imaginario de su generación.

    Lo hace con agilidad, canción a canción —son 66 en total, no todas famosas; dispuestas sin orden cronológico, y con varias fotos asociadas—, en textos de extensión variable: a veces, detallados y de valiosas referencias musicales; otras, como asomo a una impresión personal breve e ingeniosa. El texto tiene el contenido de un ensayo contundente, aunque su forma es fragmentaria y no del todo bien dirigida. Desde la primera canción, de Bobby Bare (“Detroit City”, de 1963), a la del cierre, una de Dion and the Belmonts (“Where or When”, 1959), el cronista Bob Dylan muestra ciertas constantes: es un hombre de gustos acotados y persistentes; no alejados demasiado éstos de los cauces del country, el blues y el rock’n’roll de mediados del siglo XX (hay, sí, una escapada punk y new-wave, considerando los cupos a The Clash y Elvis Costello, aunque en la perspectiva total más parecen un saludo a la bandera); tan atento a detalles técnicos de guitarras como a pistas biográficas que puedan revelar énfasis de estilo en sus intérpretes favoritos.

    Obviamente, en un libro dispuesto como un enlistado de hitos, la selección es en sí misma el más significativo criterio de escritura. Y en este caso vemos una selección discutible, cuando no sospechosa. No hay problema con que el autor opte por una mayoría de canciones que no fueron hits categóricos, pero sí que deje fuera del repaso a demasiados nombres relevantes, con los que por lo demás él mismo ha dialogado creativamente durante su vida. No está ni de asomo el cancionero de contemporáneos suyos como Neil Young, John Lennon o Joni Mitchell, pero tampoco el de quienes siempre se han erigido como sus referentes, partiendo por Woody Guthrie. Que sólo cuatro del total de 66 nombres sean de cantantes mujeres no es un delito, mas sí una disparidad llamativa. Tampoco se trata de una selección atenta a diversidad geográfica, aunque es probable que aquello sea totalmente intencional (nunca fue Dylan el tipo de músico estadounidense de pronto deslumbrado por tradiciones foráneas; o al menos no en público. Tener aquí el “Volare” de Domenico Modugno es casi como una broma).

    Lo de la suspicacia no es impresión personal. Se ha repetido en varias críticas al libro en la prensa extranjera. Que el primer nombre en la lista de agradecimientos sea el de Eddie Gorodetsky (“my fishing buddy… por todo el input y excelente material de consulta”) hace inevitable recordar que se trata del productor del brillante podcast que Dylan mantuvo entre 2005 y 2009 a lo largo de 102 episodios (“Theme Time Radio Hour”), hombre entonces determinante en la selección de canciones y contenido de los libretos. En su comentario del libro para el diario El País, Diego A. Manrique califica a esta colaboración derechamente de “embuste” autoral, en cuanto “hay fragmentos del texto —listados, especulaciones discográficas, retazos de biografías— que parecen redactados por Gorodetsky o un erudito similar”3. Y no por Dylan.

    Sucede, también, que en muchos de los momentos históricos relatados no queda claro si el narrador acude tan sólo a una cita de archivo o a una experiencia personal (da la impresión que de estas últimas hay muy pocas, aunque el texto sí que parece autobiográfico en el furioso repaso a la voracidad financiera de los abogados de divorcio, a propósito de “Cheaper to Keep Her”, de Johnnie Taylor).

    Pero incluso si toda esa suplantación fuese tal, lo que al fin le da a este libro su carácter distintivo no es tanto que pueda transmitir la autoridad de un gran conocedor, sino su disposición a cruzar datos inesperados para asentar, sin espacio a la duda, el valor de la canción popular como síntoma (o diagnóstico) de tendencias sociales. Si este libro fuese un documental para cine veríamos estampas reconocibles tomadas de los archivos del cine estadounidense ocupado en la rutina laboral, el ocio callejero y el esparcimiento de sus ciudadanos. Es en esos contextos donde cobra sentido la canción que a Dylan le interesa pensar (y no en la escucha de los más entendidos). Ese cruce entre lo aparentemente pedestre y las alturas de la creación más despierta es algo que el cantautor sí sabe distinguir con certeza, hábil en la instalación de frases punzantes, que pasan sin aspavientos pero se hacen dignas de alguna cita futura: “El arte es un desacuerdo. El dinero es un acuerdo”4 (sobre “Money Honey”, de Elvis Presley); “si te preguntas cómo se hunde un país, fíjate en los traficantes de drogas” (“Feel so Good”, de Sonny Burgess); “el deseo se extingue pero el tráfico sigue para siempre” (“I Got a Woman”, de Ray Charles); “si vas caminando borracho y descuidado, esta canción de seguro te endereza” (“Ball of Confusion”, de The Temptations).

    Por sobre todo, Dylan es un entusiasta y un sentimental. No hay para él motivos banales en ninguna canción que merezca la escucha. Un par de zapatos de gamuza azul serán un asunto de categórica definición existencial porque así lo decreta Carl Perkins: “Tus zapatos son tu orgullo y tu gozo, sagrados y queridos, tu razón de vivir. Y quien sea los raye o dañe se está metiendo en problemas […], es la única cosa en la vida que no perdonas […]. Que te pateen los dientes, que te golpeen hasta la inconsciencia, que te boten o desacrediten: a eso no le das importancia; nada de eso es tan real como tus zapatos” (“Blue Suede Shoes”, 1956). Y una canción de baile podrá llegar a ser tanto -¡tanto!- más si es que se planta con real atrevimiento:

    “A-WOP-BOP-A-LOO-BOP-A-WOP-BAMBOOM. Little Richard hablaba en lenguas a través de las ondas radiales mucho antes de que alguien supiera qué era lo que pasaba […], incluso gritaba como un predicador sagrado (que lo es). Little Richard era cualquier cosa menos little. […] El mundo está por quebrarse, y ‘Tutti Frutti’ hace sonar la alarma”. (“Tutti frutti”, 1955).

    Gracias al título más popular de Harold Melvin and the Blue Notes, un tópico de la canción popular, el desgaste de pareja y el camino ripioso a la separación, es abordado por Dylan como un lazo de empatía hacia quien es víctima de esa desconfianza unilateral que puede de pronto dejar en manifiesto que la contraparte no se interesa en saber quién eres: “Ella quiere detalles precisos de dónde andabas, te sermonea, te da malas vibras. Tú intentas estar cool, pero ella es celadora y escéptica. Estás aquí, en cuerpo y alma; por qué será que ella no lo capta […]. Pero si ella no se da cuenta de que tú puedes largarte en cualquier minuto, entonces es otra pieza de evidencia de que no te conoce” (“If You Don’t Know Me by Now”, 1972).

    La canción es también crónica y sismógrafo de los cambios en la pequeña historia de nuestras relaciones, así como de las expectativas y decepciones en ellas. Este no es un libro que apareje el curso de la canción popular a las más vistosas tendencias de la política, los movimientos sociales ni del libremercado durante el tiempo de vida de su autor —existen ya otros libros sobre aquello—, sino un lanzamiento vistoso para movimientos más bien discretos, cargados de una emocionalidad que no le cambia la vida más que a sus protagonistas. Si, cuando escribe, el merecedor del Premio Nobel de Literatura 2016 toma distancia de su propio testimonio —casi como indiferente a la excesiva carga de autoridad que hoy se asocia a todo lo que toca su mano—, no es para enfrentar el huracán de la Historia, sino prestarle conmovida atención al trajín opaco que avanza inadvertido bajo techo.

    La contundencia de sus opiniones está en todo aquello ajeno al Gran Análisis de Nuestro Tiempo (mayúsculas impuestas por un culto a Dylan que suele tomarse a sí mismo en serio hasta lo risible). Severas son estas opiniones, por ejemplo, frente a la oferta actual del pop:

    “Ése es el problema con muchas cosas hoy en día. Todo es ahora tan lleno; nos llevan toda la comida a la boca. Las canciones son sobre una cosa, y una cosa en específico; no hay sombras, no hay matiz ni misterio. Quizás es por eso que la gente ya no deposita sus sueños en el lugar de la música: los sueños se ahogan en esos ambientes sin aire…” (“Your cheatin’ heart”, Hank Williams, 1953).

    Dylan está hablando de sonidos y decisiones técnicas en torno a una grabación, pero su queja (nostálgica) podría extenderse también a la trivia sobre música, en tiempos en que la autoexhibición se ha vuelto la más efectiva forma de promocionarse, y en que las explicaciones creativas sucumben a la competencia por clicks. Así, este es un libro que uno abre esperando encontrar análisis estrictamente musicales, lee con asombro por sus asociaciones inesperadas, y al fin cierra habiendo confirmado que no hay impronta más marcadora que la que una canción deja sobre el propio —único e irrepetible— entramado emocional.

    Acaso sin saberlo, Dylan aporta con todo ello argumentos cómplices a quienes desde frentes diversos —la composición, la investigación, la promoción— confiamos en el valor incontestable no sólo de la canción como artefacto, sino que observamos también el desafío mayor de que ésta se instale desde sus armas más delicadas: la observación y la melodía, la descripción y el pulso, la voz y el ritmo. Contra musicólogos enrevesados, cantautores sobredramáticos y acumuladores de datos: el estribillo adherente, la estrofa empática, la cadencia justa.

    “A veces, la gente les pregunta a los cantautores qué significa una canción, sin darse cuenta de que si tuvieran más palabras para explicarla, las habrían usado en la canción”, comenta Dylan a propósito de “Keep My Skillet Good and Greasy”, de 1924, el título más antiguo de la lista que conforma este libro tan peculiar, y que precisamente en una frase como ésa parece desestimar el propósito mismo de escribir un libro sobre canciones. Reacio a los dogmas canónicos y escéptico de las pistas biográficas como claves de audición (“se supone que los sentimientos de Frank Sinatra hacia Ava Gardner nutren ‘I’m a Fool to Want You’, pero eso es sólo trivia; es lo que una canción te hace sentir sobre tu propia vida lo que importa”), al fin Bob Dylan es también contradictorio en esa compleja disputa que probablemente cada día y a cada hora libran el fan, el autor, el erudito, el competidor y la leyenda que viven dentro suyo.

    1.

    Citado en Peter Szendy. 2012. Hits: Philosophy in the Jukebox, 76. Nueva York: Fordham University Press.

    2.

    Nicolás Pichersky. 2021. “Las anécdotas de Rubén Blades”. La Nación de Argentina. 27 de junio. Disponible en línea.

    3.

    Diego A. Manrique. 2022. “Bob Dylan no da lo que promete”. El País de España. 29 de diciembre. Disponible en línea.

    4.

    Bob Dylan. 2022. The Philosophy of Modern Song. Nueva York: Simon & Schuster. Se leyó la versión Kindle del libro. Esta traducción y las siguientes fueron realizadas por la autora de la reseña.

    Autor

    • Marisol Garcia

      Periodista y magíster en Arte, Pensamiento y Cultura (IDEA-USACh), especializada en música popular. Ha escrito y editado varios libros sobre música chilena, el más reciente de los cuales es Al estilo Pánico. Música y manifiesto (Libros Clubdefans, 2023).