Menú

¿Se puede fallar con perspectiva de género?

¿Acaso los jueces no aplican leyes, simplemente? ¿No son éstas reglas preestablecidas para la resolución de los casos? ¿Cómo podrían, entonces, fallar teniendo en consideración asuntos de género sin transgredir el principio de la igualdad ante la ley? Este ensayo intenta responder esas preguntas.

  • 27 julio, 2023
  • 26 mins de lectura

Fotografía de Ekaterina Bolovtsova.

Newsletter

    Entérate de las últimas publicaciones.

    Te has suscrito a nuestro newsletter exitosamente.
    Cartas al editor

    Plural está abierta a recibir cartas al editor, como una forma de estimular el debate de ideas sobre lo que aquí se publica. Las cartas al editor se pueden enviar a cartasaleditor@revistaplural.cl y deben contener título, en relación a qué artículo se escribe y nombre del remitente.

    Plural se guarda el derecho a publicar o no la carta, o a seleccionar lo más relevante de ella en caso de que su extensión sea excesiva.

    “Los jueces deben fallar con perspectiva de género”. Es probable que los lectores ajenos al mundo jurídico hayan sabido de esta idea solo en torno a la discusión sobre la Propuesta de nueva Constitución que fue rechazada en septiembre del año pasado. Para quienes no tengan conocimiento de cómo opera el Derecho por dentro, la idea puede parecer extravagante. ¿Acaso los jueces no aplican leyes, simplemente? ¿No son éstas reglas preestablecidas para la resolución de los casos? ¿Cómo podría, entonces, fallarse con perspectiva de género sin pasar por encima de la ley?

    ¿No son los jueces una clase profesional particularmente conservadora, apegada al lenguaje algo arcaico del Derecho y de las leyes?

    En este ensayo persigo dos objetivos, vinculados a la tematización de las anteriores preguntas. Me interesa, en primer lugar, describir y explicar el desarrollo de la idea misma de “perspectiva de género”, la cual, como veremos, ha tenido una penetración institucional relevante en interacción con los movimientos sociales. ¿Cómo es que en un mundo conservador e idiosincrático como el judicial llega a adquirir tal preeminencia una idea feminista? Al mismo tiempo, busco analizar los fundamentos que se esgrimen a favor de la idea, así como las críticas que la acechan.

    La tesis general es que la penetración de la perspectiva de género debe ser entendida como parte de un marco exitoso impulsado con éxito por el movimiento feminista para conquistar una influencia extensa, aunque gradual, en el mundo legal. Tal marco representa, en parte, las aspiraciones institucionales de los grupos feministas más moderados y más cercanos a las estructuras de poder; aquellos que creen antes en la producción de reformas graduales a las instituciones, que en la denuncia de su esencia patriarcal. Los riesgos y oportunidades de su desempeño, incluyendo aquellos relativos a la igualdad y a la sujeción a la ley, deben entenderse sobre ese trasfondo. Aunque no tomo una posición definitiva en el tema, sí muestro que la idea de que el desempeño de la perspectiva de género se exprese por medio del incentivo competitivo a mostrar avances es incompatible con las versiones que afirman no poner en riesgo la igualdad ante la ley ni la sujeción a esta por parte de los jueces.

    La institucionalización de la perspectiva de género

    Desde hace alrededor de una década, la idea de que la administración de justicia requiere corregir sus prácticas, incorporando una “perspectiva de género”, ha ido ganando espacio institucional en el país. Para la mayor parte de los chilenos, es probable que la cuestión haya sido visible recién con la incorporación de un artículo que definía a la perspectiva de género como uno de los principios esenciales del ejercicio de la judicatura en la Propuesta de nueva Constitución elaborada durante 2022 por la Convención Constituyente:

    Artículo 312.

    1. “La función jurisdiccional se regirá por los principios de paridad y perspectiva de género. Todos los órganos y personas que intervienen en la función jurisdiccional deben garantizar la igualdad sustantiva.
    […]”

    3. “Los tribunales, cualquiera sea su competencia, deben resolver con enfoque de género. […]”

    El paso por la Convención solo le dio visibilidad a un desarrollo institucional que había empezado años atrás y que ha seguido su curso de modo autónomo.

    El impulso probablemente más visible entre esos antecedentes se encuentra en la Corte Suprema. Con el objetivo de apuntalar su imagen pública, se creó en 2016 una división (la Secretaría Técnica de Igualdad de Género y no Discriminación) que impulsa políticas relativas a la equidad de género, tales como la promoción de la incorporación de la perspectiva de género en la judicatura y la sensibilización frente a la influencia del género en los procesos de trabajo. Como parte de esta política, en 2021 la secretaría técnica de la división en cuestión creó un concurso de sentencias con perspectiva de género, otorgándole el primer premio a una sentencia de la jueza de familia Macarena Rebolledo.

    Otras instituciones han adoptado políticas algo menos ambiciosas, pero utilizando el mismo lenguaje y con similar enfoque. La Defensoría Penal Pública administra desde al menos 2019 un repositorio de sentencias con enfoque de género. El interés de la institución en este repositorio es evidente, ya que permite que sus defensores se hagan rápidamente una idea de los argumentos de defensa basados en consideraciones de género que pueden invocar en un caso. También el Ministerio Público cuenta desde el mismo año con una política algo más difusa de promoción de la perspectiva de género, la cual mezcla consideraciones de organización laboral interna, de trato de víctimas y criterios de toma de decisión.

    La incorporación de la perspectiva de género es lo que puede llamarse un marco de objetivación de demandas del movimiento feminista.1 En la teoría de movimientos sociales, el concepto de “enmarcamiento” (framing) da cuenta del modo en que estos les dan contenido comunicativo a sus ideas y demandas, de un modo que permita satisfacer los objetivos internos de sus distintos grupos constitutivos y con resonancia entre el público al que apelan.

    Los marcos no pueden ser excesivamente ambiciosos, a riesgo de enajenar a parte del movimiento y perder resonancia con la audiencia externa. Pero tampoco demasiado tímidos, a riesgo de enajenar a las partes más radicales del movimiento y privarlos de energía. Así, los marcos definen el modo en que el movimiento entiende que puede llegar a tener éxito, y los recursos a utilizar para conseguir el reconocimiento institucional de sus demandas.

    Pese a que el origen intelectual de la idea de perspectiva de género se encuentre vinculado al feminismo de tipo intelectual (o teórico), el soporte central que le ha dado impulso en el mundo judicial es el discurso y las redes de trabajo en torno al Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

    La perspectiva de género es un marco que define objetivos del movimiento feminista sobre la base de dos ideas: la de reforma (y no reemplazo) de ciertas instituciones legadas —ello apela a la parte más conservadora del movimiento—, y la extensión de esa reforma a todo ámbito en el que pueda tener aplicación (lo más radical). El Derecho será, entonces, una estructura valiosa en la medida en que aplique dicho marco.

    La “perspectiva de género” es una demanda por la inclusión de los objetivos de transformación de las desigualdades al interior de las instituciones legadas, pero de modo extensivo (o, en el lenguaje que tiende a utilizarse, “tranversalizado”). Pese a que el origen intelectual de la idea de perspectiva de género se encuentre vinculado al feminismo de tipo intelectual (o teórico), el soporte central que le ha dado impulso en el mundo judicial es el discurso y las redes de trabajo en torno al Derecho Internacional de los Derechos Humanos2. La penetración judicial que en los últimos años hemos visto para estas ideas muestra que, para el movimiento feminista (y otros movimientos), hay entre los jueces resonancia y recursos de movilización profundos. El movimiento feminista cuenta así con soporte institucional y un lenguaje parcialmente compartido por el mundo judicial desde el cual plantear demandas concretas.

    La tensión de la justicia administrada

    Aunque el mundo judicial presente las citadas ventajas para el ideario feminista desde una demanda interna a las instituciones, se trata también de un ambiente hostil a estas, dado no solo por el legado de conformación masculina y con trasfondos conservadores —que, con seguridad, era hasta hace poco dominante—, sino también por un problema más de fondo. La idea de que la justicia debe ser administrada con perspectiva de género se construye sobre una tensión. El contenido de esta tensión no es difícil de explicar. Como discurso crítico, el feminismo asume que un aspecto central de la justicia moderna —a saber, su orientación a asumir un concepto abstracto y general de justicia— esconde procesos y resultados injustos. Ello llevaría a que, sin correcciones, la justicia institucional sirva a la reproducción de la dominación masculina, y a resultados injustos para las mujeres y las disidencias de género.

    La perspectiva de género es parte de un esfuerzo de contestación de imágenes legadas por los procesos legales. En el caso de la justicia moderna, tal imagen es de aplicación formalmente igualitaria de reglas generales y abstractas, en el sentido de que jueces y juezas no deben tomar decisiones basadas en sus propias intuiciones sobre la justicia, sino que deben hacerlo sobre la base de reglas formales. En esta concepción tradicional de la justicia moderna, los resultados que se siguen de los procesos judiciales no son justos por responder a consideraciones abstractas de justicia, sino porque las reglas —decididas democráticamente— son aplicadas del mismo modo a todos. La persecución de objetivos de justicia material, en cambio, arriesgaría el no cumplir con estas condiciones.

    La idea de perspectiva de género se construye sobra una crítica a aquello que supuestamente encubre esa idea de igualdad formal y abstracta. Esto es común a todos los así llamados “discursos críticos” (de clase, raciales, etc.). Su premisa central es que la definición de los estándares formales y abstractos de igualdad propia de la democracia liberal encubre la existencia de desigualdades estructurales. Como reglas formuladas y aplicadas desde hace décadas o siglos en contextos evidentes de dominación masculina (o burguesa o blanca), su aplicación sin más solo llevaría a que se reproduzcan los sesgos masculinos de nuestra historia. Los jueces, por lo tanto, operarían de modo inconsciente con comprensiones culturales que esconden el yugo de la dominación.

    La idea de perspectiva de género se construye sobra una crítica a aquello que supuestamente encubre la idea de igualdad formal y abstracta. Su premisa central es que la definición de los estándares formales y abstractos de igualdad propia de la democracia liberal encubre la existencia de desigualdades estructurales. Como reglas formuladas y aplicadas desde hace décadas o siglos (…) su aplicación sin más solo llevaría a que se reproduzcan los sesgos masculinos de nuestra historia.

    Con o sin conspiraciones alrededor, la administración de justicia que no esté sujeta a una crítica del tipo que propone la perspectiva de género llevaría a la reproducción de desigualdades estructurales. En teoría, la perspectiva de género es así vista como un modo de contrarrestar este efecto: permitiría que la justicia avance hacia la transformación a un mundo con menor dominación y violencia masculina que el actual (y no como instrumento de su perpetuación).

    La perspectiva de género se encuentra, por tanto, conscientemente en tensión —no necesariamente en contradicción— con ideas constitutivas de la justicia moderna. Hay varios elementos que así lo sugieren. Probablemente el más resaltado por los críticos internos a la profesión o las institucionales legales sea la sujeción a la ley de los jueces, pues la posibilidad de corregir reglas que reproducen dominación masculina obviamente entra en tensión con el carácter vinculante que la ley tiene para los jueces. En un escenario de nuevos énfasis desde el género, los jueces adquirirían más poder para resolver los asuntos como estimen convenientes; y no como disponen reglas generales y abstractas.

    La segunda tensión se refiere al tratamiento igualitario de todos los sujetos. La perspectiva de género podría suponer corregir resultados de la administración formal de reglas para favorecer a una identidad determinada (aquí, además, especialmente extensa). Ello se encontraría en conflicto con la aplicación de la ley de un modo igualitario para todos. La caricatura expuesta por los críticos de la perspectiva de género es que esta no es más que un instrumento para fallar a favor de las mujeres y contra los hombres.

    Una tercera tensión es distributiva. Si se asume que el argumento de reproducción de desigualdad estructural es cierto —lo cual, indudablemente, tiene un trasfondo de verdad—, la perspectiva de género puede ser vista como un instrumento de corrección de los resultados del procesamiento institucional a favor de las mujeres. Que esa distribución afecte a hombres de sectores dominantes no sería en sí un problema, de acuerdo al argumento, porque ellos se han beneficiado (y se seguirán beneficiando) de la composición estructural de base. Pero ese argumento no se aplica respecto de otras dimensiones de la conformación social en las que se expresan desigualdades estructurales. ¿Por qué favorecer a las mujeres —probablemente, además, a aquellas que tienen mayor capacidad de movilización de argumentos en foros institucionales— precisamente sobre la base de su ascendencia social, en perjuicio de otros grupos desventajados por su origen social o racial?

    Como el discurso de la perspectiva de género está construido de un modo que reconoce las tensiones sobre las que se planta, en general este se expresa de una forma que intenta dar cuenta de la tensión, pero sin llevar a resultados que lo pongan en derecha contradicción con las ideas o imágenes legadas, ni con reclamos de justicia de otros sectores.

    El riesgo de que los jueces fallen de acuerdo a lo que piensan, y no al contenido de la ley, es descartado, bajo el argumento de que la perspectiva de género no implica otorgar el poder de desconocer la ley. En otras palabras, no se trataría más que de una aplicación de la potestad general de interpretación de la ley (un instrumento del que los jueces ya hacen y deben hacer uso) o, en el mejor de los casos, ni siquiera de eso: más bien de un llamado a los jueces a que estén conscientes de que sus sesgos pueden conducirles a tomar decisiones basadas solo en constructos sociales de género. La perspectiva de género vendría a ser, por lo tanto, un instrumento que reforzaría la soberanía de la ley.

    En el caso de los riesgos de favorecimiento distributivo injusto, también se ha institucionalizado un llamado de atención —incorporado en prácticamente todos los instrumentos que promueven resolver asuntos con perspectiva de género3— por medio de la alusión al llamado “principio de interseccionalidad”. La interseccionalidad es un concepto acuñado por la académica norteamericana Kimberlé Crenshaw4 para dar cuenta de un hecho difícilmente discutible: que la injusticia estructural no afecta a los individuos solamente en relación a una única dimensión de conformación de su posición social (por ejemplo, su clase, raza, o género), sino que esas dimensiones se intersecan y profundizan el efecto. Una mujer negra (o indígena) de clases populares evidentemente encarna desigualdades estructurales de un modo mucho más intenso que una mujer blanca de las clases dominantes. Si bien la interseccionalidad pretende expresar la anterior idea con una palabra, el movimiento por el desarrollo de la perspectiva de género la ha dado forma institucional, La interseccionalidad es presentada como principio a considerar al fallar, y no solo como descripción del efecto aditivo de las dimensiones de la injusticia. La creencia es que la advertencia de la necesidad de tomar en cuenta la interseccionalidad permitiría mitigar el riesgo de favorecer solo a un grupo.

    Como sea, el movimiento por la incorporación de la perspectiva de género en la judicatura, en sus mejores versiones asume y no niega las tensiones sobre las que se construye, pero considera que, con las precauciones que corresponden, este no lleva a los resultados que sus críticos temen y caricaturizan (negar la igualdad ante la ley, servir como instrumento para que los jueces fallen de modo subjetivo, etc.). En su opinión, la perspectiva de género no hace más que llevar a los jueces a tomar conciencia de razonamientos levantados sobre construcciones sociales injustas, y así evitar lugares comunes sexistas (tales como la forma adecuada en que debe comportarse una mujer, el tipo de resistencia que deben establecer frente a los hombres, etc.).

    ¿Tienen razón en esto los críticos o los defensores de la perspectiva de género?

    El caso de “el homicidio del marido maltratador”

    Todo lo dicho hasta aquí es abstracto, e imposible de juzgar sin mirar aquello a lo que concretamente se aplica. No hay cómo determinar ex ante cuáles van a ser los resultados de una propuesta, ni darle la razón a sus críticos ni a sus defensores.

    El valor de la perspectiva de género depende así de su desempeño en ciertos ámbitos concretos que son vistos como “sensibles al género”. Si son resueltos de modo controlado —acorde con la ley, pero dispersando aplicaciones incorrectas erguidas exclusivamente sobre sesgos de género injustificables—, entonces debiera ser juzgado como un instrumento valioso. Al revés, si en los hechos sirve para que los jueces fallen de modo imprevisible e incompatible con el texto de la ley, favoreciendo posiciones simplemente por representar una identidad (aquí femenina), entonces tiene que ser valorado negativamente.

    No puedo ahora mencionar todos los ámbitos en los que en los últimos años en Chile se ha expresado la idea de que la justicia debe fallar con perspectiva de género. Con seguridad hay múltiples ámbitos en que este discurso ha tenido efectos y sigue siendo discutido: disputas sobre custodia de hijos o vinculadas a separaciones matrimoniales; discusiones sobre pensión de alimentos y violencia intrafamiliar; debates en torno a cómo deben conducirse interrogatorios judiciales, o sobre trato laboral. En cada uno de esos ámbitos debiera reflexionarse autónomamente sobre qué ha significado la incorporación de la perspectiva de género, y si acaso persisten prácticas judiciales heredadas que sean problemáticas y presenten oportunidades de mejora, del mismo modo en que hay riesgos de deformación de la actividad judicial y de perjuicio distributivo. Pero ignoro cómo ha evolucionado la práctica en todos estos ámbitos, y aquí solo puedo dar cuenta del conflicto en torno a uno de los ámbitos “sensibles al género” que conozco bien; a saber, la resolución de asuntos penales en que mujeres víctimas de violencia recurrente matan a sus parejas.

    Frente a otros ámbitos masivos que involucran el modo en que se toman varias miles de decisiones semanales, la cuestión de cómo se resuelve el homicidio del marido maltratador puede sonar llamativa. Con seguridad, su prevalencia estadística es comparativamente muy baja. Pero se trata de uno de los ámbitos originales en que el discurso de la perspectiva de género empezó a ser discutido en el mundo hispanoparlante. Su desarrollo es así instructivo de la evolución que ha tenido la incorporación de consideraciones de género en el mundo del derecho.

    La historia de esta fijación es en sí misma interesante. La pregunta por el tratamiento del caso de la mujer que, habiendo sido intensamente maltratada por años, finalmente pone término a la vida de su pareja es conocido en la literatura jurídico-penal desde al menos principios del siglo XIX. Ciertamente, no es eso lo que le dio notoriedad ideológica, aunque el hecho de que la academia penal fuera una de las primeras en profesionalizarse en las universidades hispanoparlantes es un factor que explica la importancia que ha tenido el tema. El caso, sin embargo, empezó a tener repercusión más allá de la pequeña comunidad de penalistas académicos como resultado de una campaña vinculada a un caso norteamericano de alto impacto mediático: el de Judy Norman (State v. Norman 89 N.C. 324), una mujer de Carolina del Norte que en 1985 mató a su marido abusador mientras dormía una siesta.

    El caso provocó conmoción cuando se hizo pública la situación de abuso en la que la mujer vivía. Sometida a un marido con un patrón problemático de consumo de alcohol y de drogas, Norman debía soportar palizas, humillaciones y vejaciones constantes, y con, los años, incluso la imposición de generar dinero a través de la prostitución (probablemente para el consumo del hombre). Pese a todo lo anterior, como autora del delito de homicidio calificado (first degree murder) de su marido, Judy Norman arriesgaba penas que podían llegar a la pena de muerte.

    Citando un informe producido por la defensa relativo a patrones de conducta de mujeres que son objeto de violencia recurrente (el así llamado “síndrome de la mujer maltratada”), la Corte de Apelaciones de Carolina del Norte absolvió a la mujer bajo el argumento de que había ejercido una legítima defensa. El síndrome de la mujer maltratada la llevaba a vivir con la impresión de que en cualquier momento podía ser víctima de un ataque. Sin embargo, la Corte Suprema de Carolina del Norte revocó el fallo, pues no se daban los requisitos de la legítima defensa, por la falta de actualidad de la agresión del marido (quien dormía al momento de recibir los disparos en su contra). Se condenó a Judy Norman por homicidio simple (voluntary manslaughter). En los años 90, el caso se convirtió así en un símbolo de la incapacidad de la injusticia de entender la posición de una mujer sometida a maltrato.

    En la agenda feminista hispanoparlante, el caso de Judy Norman pasó a tener resonancia duradera. La profesora española Elena Larrauri lo tomó como el hilo central de su denuncia en torno a que en la academia jurídica, y específicamente en el ámbito penal, existían sesgos de género que imponían requisitos excesivos a las mujeres para reconocerles eximentes en su defensa. El trabajo de Larrauri tuvo una enorme influencia en América Latina, y contribuyó a institucionalizar la idea de que uno de los casos paradigmáticos en que el Derecho reproduce la dominación masculina es, precisamente, el del homicidio del marido maltratador.

    Esa influencia ciertamente llegó a Chile. Pero hasta fines de la primera década de los 2000, la cuestión se mantuvo en los márgenes de una discusión de escasa relevancia pública. Una vez que la agenda feminista empezó a adquirir fuerza política a fines de 2010, al publicarse la así llamada “ley del femicidio” (Ley 20.480), el tratamiento del caso del homicidio del marido maltratador ya se había institucionalizado como un ámbito sensible al género. La entonces diputada María Antonieta Saa asumió directamente la posición de que la exclusión de la pena en el caso de la mujer que mata al marido maltratador era una demanda central feminista. En la tramitación del proyecto, esta demanda llevó a la incorporación de una regla general (el así llamado “estado de necesidad exculpante”) que, de acuerdo a la posición de un profesor de Derecho penal, permitiría excluir la pena en ese caso. La regla fue aprobada, sin oposición, precisamente por ser presentada como la respuesta al problema de perspectiva de género. Cuando en 2013 se absolvió por primera vez a una mujer en aplicación del artículo en cuestión, ello fue celebrado profusamente como un avance en materia de género.

    Hasta fines de la primera década de los 2000, la cuestión se mantuvo en los márgenes de una discusión de escasa relevancia pública. Una vez que la agenda feminista empezó a adquirir fuerza política a fines de 2010,  el tratamiento del caso del homicidio del marido maltratador ya se había institucionalizado como un ámbito sensible al género.

    Pese a la inclusión de esta regla en la Ley del femicidio, la discusión sobre la perspectiva de género y el caso del homicidio del marido maltratador se acentuó en los años que siguieron. La aplicación de la eximente especial aprobada por el Congreso en 2010 fue vista como un avance simbólico insuficiente. En vez de absolver a las mujeres que matan a su marido maltratador sobre la base de la más general regla de la legítima defensa, la justicia chilena lo consideraba a partir de una regla especial. Este tratamiento no tendría el mismo peso simbólico. Seguirían así reproduciéndose sesgos de género: si mataron defendiéndose, los hombres podían invocar la noble institución de la legítima defensa; en cambio, las mujeres maltratadas solo se verían beneficiadas por una regla que no tendría el mismo estatus simbólico.

    Aunque en el premio entregado anualmente por la Corte Suprema a sentencias con perspectiva de género no hay ninguna causa relativa al citado problema de homicidio por maltrato conyugal contra la mujer, estas sí son recopiladas en los boletines de jurisprudencia que ofrecen ejemplos en la Defensoría y en el propio Poder Judicial. Se sigue tratando de un ámbito que integra el núcleo de asuntos a los que aún se le imputan sesgos de género a ser superados.

    En los casos que han resuelto los tribunales desde entonces pueden apreciarse efectos que probablemente dejen contentos tanto a críticos como a defensores de la idea de hacer justicia con perspectiva de género. Algunos casos invocan esta para atacar sesgos probatorios cuando se juzga un homicidio cometido por una mujer respecto a un hombre. Pero también se encuentran fallos en que el avance en perspectiva de género consiste, en lo esencial, en pasar (de modo además poco convincente) por encima del Derecho.

    Incentivos adecuados e inadecuados

    El caso más comentado de los últimos años en la aplicación de perspectiva de género en un delito como el que exponemos lo resolvió la Corte de Apelaciones de Antofagasta, al revocar una condena por el intento de homicidio de una mujer joven contra su pareja. Ambos habían mantenido una discusión violenta después de una fiesta, y en horas de la madrugada el hombre apareció en las inmediaciones de la casa de la mujer pidiéndole que saliera para conversar. Ella bajó con un cuchillo y lo atacó con dos estoques (en el cuello y en el tórax). El tribunal de instancia la condenó por el delito de homicidio frustrado, pero luego la Corte revocó el fallo y la absolvió, con largas exposiciones en varios párrafos de las distintas construcciones de la legítima defensa desde “una perspectiva de género”. La sentencia fue difundida por el Poder Judicial como un hito relevante.

    Mi impresión es que la sentencia en cuestión es el mejor reflejo de los riesgos que produce el incentivo competitivo y simbólico que ha asumido la Corte Suprema en su impulso por la perspectiva de género. Aunque hay motivos para discutir si la pena impuesta por el tribunal de primera instancia era la adecuada, el fallo fue celebrado como un avance para la agenda feminista, pese a que el ataque mortal se había producido sin mediar agresión física actual de la víctima. La exigencia de actualidad de la agresión fue denunciada por el fallo de la Corte de Apelaciones como resabio sexista que impone obligaciones exorbitantes a las mujeres. Quienes hayan sufrido episodios anteriores de maltrato se encontrarían así constantemente en situación de agresión y podrían, en cualquier momento, repeler esa agresión con medios letales. No es difícil advertir los problemas que puede suscitar una regla que otorga un permiso de matar constante.

    No me interesa en este contexto discutir profusamente sobre la corrección del fallo en cuestión. Solo creo que ilustra un tipo de incentivos puestos por la exigencia de razonar con perspectiva de género, y que es central para valorar o criticar los avances o retrocesos vinculados a la aplicación de perspectiva de género en decisiones judiciales. El problema del modo en que ha procedido el Poder Judicial es evidente. La promoción de la perspectiva de género por medio de competencia de fallos pasa a constituirse en una oportunidad laboral. Pero una oportunidad se aprovecha en la medida en que capte la atención. El anonimato sobrio de los muchos fallos que simplemente no caen en estereotipos sexistas no es premiado.

    El incentivo de la perspectiva de género conducida como oportunidad laboral es a captar la atención, dando cuenta de avances respecto a las demandas de los grupos vinculados a la agenda de género. Esta clase de atención se capta en la medida en que se produzca avance; esto es, que sea posible presentar una sentencia como yendo “más allá” de lo que se hacía antes, y así ganando espacios simbólicos disputados. Es obvio que el incentivo aquí está puesto precisamente en lo que los críticos de la perspectiva de género temen: que sea un instrumento para resolver de acuerdo a lo que los jueces interpretan como sustantivamente justo y resuelvan sobre la base de lo que perciben como demandado para avanzar en temas sensibles al género. La historia de la jurisprudencia chilena sobre el homicidio del marido maltratador en Antofagasta es instructiva: el fallo se presenta a sí mismo como un avance porque aplica lo que, a modo de discusión académica, se plantea como la solución más sensible hacia la mujer.

    En conclusión, la cultura jurídica y la opinión pública harían mal en simplemente aceptar la bandera de la lucha por una judicatura “con perspectiva de género”, pues ella pone en tensión valores esenciales a nuestras instituciones. En mi opinión, la actitud adecuada es mantener un sano escepticismo, y denunciar los modos de realización de esta bandera —como los concursos— que sean nocivos a estos valores.

    1.

    Robert Benford y David Snow, “Framing Processes and Social Movements”, Annual Review of Sociology 26 (2000): 611-639.

    2.

    El desarrollo central en América Latina está vinculado a los organismos y procedimientos que acompañan a la Convención de la ONU sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1981) y de la Convención Interamericana de Belém do Pará para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (1994).

    3.

    Así, por ejemplo, en el artículo 311 de la Propuesta de Nueva Constitución (2022), uno de los criterios de la política nacional del Ministerio Público (p. 25). La institucionalización del uso de este concepto aparentemente proviene del Comité para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que surgió a propósito del desarrollo de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (ONU).

    4.

    Kimberle Crenshaw, “Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence against Women of Color”, Stanford Law Review 43, n. 6 (1991): 1241-1299.

    Autor

    • Javier Wilemann

      Javier Wilenmann es Doctor Juris de la Albert-Ludwigs-Universität Freiburg y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez. Dirige también el Centro de Investigación en Derecho y Sociedad, de la misma universidad.