Stravinski vs Gould
Para el compositor ruso, la correcta ejecución de un instrumento debía ser un ejercicio intrínsecamente sobrio, apegado a la partitura, alejado de todo exceso emocional. Para el pianista canadiense, en cambio, interpretar era tomarse libertades y poner la propia personalidad en juego, especialmente en el estudio de grabación. ¿Cómo se ha resuelto está tensión cultural?
- 18 diciembre, 2023
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Se trata por lo tanto de un “pecado contra el espíritu de la obra…”, que comienza siempre por un pecado contra la letra, y que conduce a esos errores eternos que una literatura del peor gusto y siempre floreciente se ingenia para autorizar.
—Igor Stravinski
En su teoría estética, expuesta en buena parte en el libro Poética musical —conjunto de seis conferencias suyas en la Universidad de Harvard durante el año académico 1939-1940—, el famoso compositor y director ruso Igor Stravinski (1882-1971) despliega reflexiones valiosísimas sobre el fenómeno musical, su significado, el oficio de la composición, y la relación del sonido con el tiempo y la disciplina, entre otras cuestiones. Dos de sus ideas resultan especialmente interesantes y controversiales. La primera de ellas es su consideración de que la música es incapaz de expresar nada más que los sonidos. Es decir, que cuando escuchamos música, piensa Stravinski, escuchamos la organización de aquello que la constituye, mas ningún sentimiento ni emoción particulares brotan de ahí; solo sonidos que responden a un orden lógico (o menos lógico, dependiendo del caso), sin más sentido ni significado que tal orden en sí mismo. Por ejemplo, una nota larga tocada en un violín junto al acorde de un piano es, en palabras de Stravinski, solo eso: una nota larga que suena junto al acorde de un piano.
Es posible pensar que la postura del músico ruso surgió como reacción al romanticismo del siglo XIX, cuya exacerbación de los sentimientos y la subjetividad pavimentó el terreno precisamente para estéticas como la neoclásica (Stravinski) o la expresionista (Arnold Schönberg), que rechazaron —explícitamente, en algunos casos— esa aproximación casi puramente emocional al fenómeno musical.
La segunda reflexión contenida en esas conferencias, y que tiene directa relación con la primera, es la categórica distinción entre interpretación y ejecución musical. La diferencia esencial, dirá Stravinski, es que la primera goza de una libertad que la segunda no tiene; en cuanto constituye una traducción de la partitura, un ejercicio en el que se toman decisiones que pueden resultar arriesgadas, e incluso lejanas a lo propuesto y escrito por el compositor. Por eso, la interpretación presenta la amenaza de traicionar al papel bajo afectaciones que desfiguran el estilo y las costumbres musicales propias de una época, una estética o una obra en particular. El intérprete recrea y se erige en intermediario, pudiendo llegar a ser un obstáculo entre el compositor y el público. La libertad de la interpretación interrumpe irremediablemente la comunicación entre obra y audiencia.
Al ejecutante, en cambio, lo caracteriza según Stravinski una estricta y objetiva realización de aquello escrito por el compositor. Dicho de otro modo, si la interpretación se toma licencias que pueden llevar las aguas a un molino muy distinto del original, la ejecución trabaja apegada a la letra como si fuese ley escrita en piedra. El séptimo capítulo del citado libro lleva un título que recuerda a Montaigne (“De la ejecución”), y allí este asunto se hace evidente:
Es importante distinguir dos momentos, o más bien dos estados en la música: la música en potencia y la música en acción. Fijada en el papel o retenida por la memoria, preexiste a su ejecución, diferente en ello de todas las demás artes… La noción de interpretación sobreentiende los límites que están impuestos al ejecutante, que éste se impone a sí mismo en su propio ejercicio, que termina en la transmisión de la música al oyente. La noción de ejecución implica la estricta realización de una voluntad explícita que se agota en lo que ella misma ordena. (2006, 146)
Resulta interesante observar que la idea de estos dos estados de la música (en potencia y en acción) promueve el surgimiento de un conflicto ético más que estético (aunque el resultado, por cierto, es del segundo orden). Si la música preexiste a la acción de sonar y de ser tocada (música en potencia), y el intérprete debe decidir los límites de su quehacer (música en acción), ¿cómo determinar correctamente esos límites?; ¿cómo lograr un justo equilibrio entre lo que está escrito y las posibilidades latentes de una sonoridad más rica y compleja? La partitura es al mismo tiempo posibilidad y límite, potencialidad y freno.
Sabemos que existen técnicas y costumbres musicales propias de cada época. Sin embargo, ¿no se transforma el arte de la interpretación musical en un ejercicio puramente museístico si este solo se atiene a aquellas referencias que le corresponden por época y estilo?
Stravinski establece una comparación muy ilustrativa al aludir a las pinturas como ejemplo de comunicación directa entre su autor y el público: son obras sin necesidad de traductores, lo que deja en evidencia que, en el caso de la música, la intermediación del intérprete cumple, para bien o para mal, un rol decisivo:
Teóricamente no se puede exigir al ejecutante más que la traducción material de su parte, que él se encargaría de asegurar de buen o mal grado, mientras que del intérprete tenemos derecho a exigir, además de la perfección de esta traducción material, una complacencia amorosa, lo cual no quiere decir una colaboración ni subrepticia ni deliberadamente afirmada. (2006, 148)
Ni intérprete ni ejecutante
Acaso el nombre más paradigmático para la discusión sobre los límites de la interpretación musical en el siglo XX sea el de Glenn Gould (1932-1982). Entre las muchas críticas que se le hicieron al pianista, músico y ensayista canadiense, la de tomarse demasiadas libertades a la hora de tocar y grabar su repertorio fue la más frecuente (y, especialmente, duradera en el tiempo). Su personalidad retraída y su particular modo de presentarse en vivo le hicieron ganar fama de excéntrico o derechamente de chalado (aunque al mismo tiempo de genial, como lo tildó el director de la orquesta de Cleveland, George Szell, luego de terminada una de sus presentaciones). Hasta hoy su figura despierta admiración o animadversión incondicionales. En el sentido stravinskiano, Glenn Gould sería un caso ejemplar del problema de la interpretación como interferencia entre la obra y el público.
Conocidas son las grabaciones en las que Gould se tomaba licencias tales como alterar drásticamente las velocidades de una pieza, incluir o excluir pasajes musicales, o bien omitir algunas indicaciones. Sin embargo, fue el permiso que se dio a sí mismo para canturrear al tiempo que tocaba un preludio de Bach, una sonata de Mozart o una pieza de Ravel lo que en él resulta más controversial. Su voz baja se escuchaba en los escenarios, pero sobre todo en sus grabaciones, lo cual ha hecho que el problema de la comunicación musical entre la obra y el público tome, en su caso, dimensiones insospechadas.
En su libro Escritos críticos, Gould reflexiona sobre este tema a lo largo de un buen número de páginas. Para él, el problema de la comunicación entre una obra y la audiencia es más complejo que lo que sugiriera Stravinski; y su solución, más radical. El canadiense pensaba que lo que realmente entorpece dicha comunicación es la presencia física de quien interpreta (o ejecuta) una obra. La ubicuidad de la música que desde fines del siglo XIX posibilitó la grabación y reproducción de sonidos trajo un nuevo aura para el fenómeno sonoro, piensa Gould. Aquel tradicional rito de escucha musical del concierto público, lleno de desperfectos sonoros e incomodidades para la audiencia, se acabó el momento mismo en el que las técnicas de grabación permitieron registrar la música con la mejor calidad posible y reproducirla ilimitadamente de las formas más cómodas imaginables.
Las afectaciones, gestos confusos y falacias musicales del intérprete no se corrigen, planteará Gould, si la interpretación se limita exclusivamente al rol de la ejecución. Lo fundamental se juega entonces, y como se constata en su magnífico ensayo Las perspectivas de la grabación, en la abolición del concierto público como práctica central del ecosistema musical. Ya no es necesario ver y menos escuchar los errores y problemas que produce un concierto en vivo. Si de interferencia se trata, no hay parangón para la lastimosa experiencia de escuchar defectuosamente una pieza musical o ver a un intérprete nervioso, desconcentrado o interrumpido por ruidos que emanan de la audiencia. La grabación llega para corregir todo eso y más, y supone una transformación profunda, que llevará al público a una auténtica experiencia de comunicación con la obra. El deber del intérprete, según Gould, es entregarse a la grabación y las nuevas tecnologías y formas de reproducción musical, sin complejos ni prejuicios. Él mismo encarnó esa titánica misión: con solo 32 años de edad —y al medio de un reconocimiento mundial creciente— el pianista de Toronto decidió abandonar los conciertos en vivo y dedicar su vida profesional a pensar, escribir y grabar un repertorio tan rico como extendido, que incluyó a nombres como J. S. Bach, William Byrd, Orlando Gibbons, Brahms, Mozart, Ravel, Scriabin, Wagner, Schönberg y Anton Webern.
Apropiación musical: el pasado en el presente
La interpretación de una obra musical es en cierto sentido una apropiación del pasado, pero puesta en un presente muy distinto. Es un punto que Gould asume con más convicción que la mayoría de sus predecesores, si bien los alcances de tal concepción iban a llegar a ser aún mayores de los que él mismo imaginó (y es comprensible, pues la tecnología no era en su tiempo lo que es hoy). Los casos más dramáticos de esa apropiación interépocas son los de la compositora y física norteamericana Wendy Carlos y del compositor japonés Isao Tomita. Las grabaciones que en la década de los setenta, ambos músicos hicieron a partir de sintetizadores para un repertorio tradicional (Bach, Debussy, Stravinsky entre otros) complejizaron a tal nivel la discusión sobre los límites en la apropiación de obras antiguas que aún hoy no han logrado traspasar un cierto grado de veto académico. Para el mundo clásico, Wendy Carlos e Isao Tomita representan algo que incomoda, ya sea por la manera de grabar este repertorio o por el resultado sonoro de este proceso, que parece estar adherido al sonido del soporte sobre el que fue hecho: un sintetizador Moog, característico de esa década; muy lejano a la sonoridad de los instrumentos de cámara.
Con la grabación como eje central de la práctica musical, el intérprete —y también el público, habría que agregar— ganó un espacio de liberación, expandiéndose así el campo de las posibilidades que hasta entonces le eran permitidas en el acuerdo tácito sobre los límites de la interpretación musical. Sin perder la noble sonoridad del piano, Glenn Gould buscó proyectar las obras hacia el futuro bajo las nuevas maneras de reproducción propias del siglo XX (la grabación y el montaje, fundamentalmente). Así, en este nuevo espacio de intimidad en el que se transformó el estudio de grabación, él y otros intérpretes igualmente osados se abocaron a recomponer obras de un repertorio antiguo, no solo a través de las técnicas propias de un instrumento musical específico (aquellas que discutía Stravinski, separando interpretación de ejecución), sino que incorporándolas —y esto significa un salto bastante más allá del problema inicial— como parte del lenguaje interpretativo del piano.
Cortar y grabar diferidamente una misma obra; pegar, empalmar, repetir pasajes las veces que sea necesario: son ahora las acciones propias de la labor de un intérprete en el siglo XX y XXI.
Del piano a la grabación
Por su solidez formal y su amplitud de recursos, el piano ha sido vital para lo que en la experiencia musical contemporánea provocaron la revolución de la grabación, el desarrollo de los instrumentos electrónicos de teclado y la universalización de la afinación (estandarizada como tal recién desde 1955). Es un instrumento central en el desarrollo y el progreso de la música. La cercanía de Glenn Gould con el piano, y la profunda y sensible relación que estableció con el ejercicio de llevarlo a discos, contribuyeron a allanar en el mundo docto la aceptación del estudio de grabación como un espacio ejemplar para la interpretación musical. Podemos decir que parte de la estética de Gould como músico deriva de haber entendido al piano como el instrumento perfecto para participar de una nueva revolución, la de la grabación de una música que durante siglos solo se había hecho en vivo y bajo condiciones limitadas.
La invención del piano hacia 1700 en Italia (primero como “pianoforte”) fue determinante para repensar varios de los quehaceres propios de la música. La composición, la interpretación y la forma de oír la música cambiaron para siempre a partir de este invento atribuido a Bartolomeo Cristofori, empleado de Ferdinando de Medici. A diferencia de teclados previos, como el clavecín o el clavicémbalo, el piano emplea martillos en lugar de púas, y abrió con ello no solo nuevas posibilidades musicales, sino que también la exigencia de “una nueva técnica interpretativa”, como escribe Stuart Isacoff en su magnífico libro Una historia natural del piano (2021). Formas musicales tales como el “concierto para piano” son prueba de la revolución a la que este dio inicio. Al mismo tiempo, su novedad tímbrica y su mayor volumen impusieron nuevas exigencias a las audiencias aún no acostumbradas a su sonido. El concierto público se instaló como la cita más importante y reveladora de la música (menuda paradoja, si pensamos que fue a partir precisamente del piano que Glenn Gould empujó la idea del fin del concierto público). Entre los primeros músicos en escribir conciertos para piano bajo el llamado “estilo galante” (alejado de virtuosismos y de la solemnidad sacra) están dos de los hijos de Johann Sebastian Bach, Carl Philipp Emanuel y Johann Christian. También lo hicieron Mozart, Philip Hayes y el profesor inglés James Hook. Por su parte, el compositor y teclista francés François Couperin —cuyo instrumento era el clavecín, en el cual apreciaba especialmente su brillantez— declaró frente a la aparición del pianoforte: “…siempre estaré agradecido a quienes, con un arte infinito fundado en el buen gusto, han conseguido darle expresividad a este instrumento.”
La invención del piano fue también una respuesta a súplicas hechas por los propios compositores, que no lograban reproducir en los instrumentos de teclado las posibilidades expresivas que exigía su música. El caso de Couperin es notable: tal como Carl Philip Emanuel Bach, impulsor del primer estilo clásico, consideraba que el mayor problema de los instrumentos de teclado previos al pianoforte era su falta de variaciones dinámicas, lo que provocaba enormes restricciones expresivas en la interpretación de las obras. Atento a estos reclamos, Cristofori se propuso sustituir las limitaciones técnicas propias del clavecín y del clavicordio, y trabajar en un instrumento capaz de mayores contrastes dinámicos e intensidad, para así ampliar el universo de posibilidades emocionales y sensibles de la música. De este modo, el piano se transformó en un instrumento perfecto para ser tocado frente a una audiencia cada vez más amplia.
Al modificar la presión que ejerce sobre las cuerdas, un pianista puede modular los sonidos de su instrumento, logrando así sus tonos dulces y matizados que parecen cantar. El minúsculo clavicordio, cuyas cuerdas se golpeaban con púas metálicas llamadas tangentes, también tenía esa capacidad, pero su sonido era tan débil que no resultaba práctico para tocar en público. (Isacoff 2021, 34 )
Bach y el piano: un amor no correspondido
En el citado Una historia natural del piano, se detalla una conocida anécdota que tiene que ver con una de las pocas experiencias que J. S. Bach tuvo con el pianoforte. Isacoff cuenta que, hacia mediados del siglo XVIII, el fabricante de órganos Gottfried Silbermann construyó una serie de pianos por encargo del rey Federico el Grande; los famosos pianos Silbermann. En 1747, el rey invitó a Bach a su palacio en Potsdam para mostrarle (y encantarlo) con el instrumento. El músico ya había conocido y criticado previamente los pianos de Silbermann; motivando al fabricante a realizar correcciones. Bach le pidió al rey proponer un tema inicial de fuga que luego improvisó sobre el piano. En extremo entusiasmado por la interpretación enfrente suyo, cuenta Isacoff, el rey le expresó al compositor su deseo de oír una fuga con seis partes obligatorias a partir de otro tema. Pese a que el rey era un flautista competente, el tema que entonces propuso era melódicamente extraño y de saltos interválicos difíciles de asimilar, lo que hizo que Bach no improvisara la fuga a seis voces que se le pedía, sino que a tres, y con una serie de cambios. Sin embargo, ya de regreso en su hogar, el músico se dio el tiempo de trabajar sobre ese tema que el rey le había dado, y compuso nada menos que la famosísima Ofrenda musical, obra luego dedicada al monarca.
J. S. Bach fue uno de los primeros compositores en probar un piano (de hecho, el primero en tocar los pianos de Silbermann), pero el revolucionario instrumento no lo encantó. El músico no pareció entender bien sus nuevas cualidades, ausentes de los instrumentos preferidos por el estilo barroco. En cambio, compositores posteriores a él en el tiempo se decidieron a crear e interpretar obras en piano cada vez con mayor frecuencia. Fue el instrumento de Mozart y de Beethoven; y llegado el siglo XIX el piano definitivamente terminó por convertirse en el instrumento-estrella de la música. El seguimiento masivo obtenido por Chopin y Liszt (quien llegó a tener lo que hoy conocemos como un club de fans) son pruebas indiscutibles de su éxito. Todos querían escribir para él, tocarlo y escucharlo.
Tan buena reputación persistió entrado el siglo XX. Gracias a que a partir suyo se logró estandarizar una afinación de carácter universal —la misma desde la cual hoy es posible entender el principio fundamental del estudio de grabación—, es lógico pensar en el piano como el instrumento que otorgó gran parte de las condiciones para el surgimiento de la tecnología aplicada a la música, así como la forma de pensar la grabación. El piano marca un antes y un después en la historia de la música.
Igor Stravinski tuvo una buena relación con el piano, si bien no especialmente delicada. Su idea de cómo debía tocarse una obra era de un mundo y un tiempo anteriores a su aparición. El ruso mostraba más afinidad con la ejecución y sus límites que con la libertad emotiva que el piano despertó a partir del siglo XIX. A Glenn Gould, en cambio, el piano le permitió concebir y comprender su propia figura, la de un artista reflexivo y solitario; un intérprete que logró poner este instrumento al servicio de una nueva —y hasta entonces resistida— tecnología: la de la grabación.
Stravinski y Gould se conocieron en 1960, en el set de un programa de televisón de la CBS, “The Creative Performer”, conducido por el director y compositor norteamericano Leonard Bernstein. Hay una foto que los muestra a los tres: Stravinski a sus 80 años, dueño de una fama y prestigio difíciles de igualar; Gould, en cambio, con 28 y una carrera en primera fase. En una entrevista concedida dos años después de aquel encuentro, el pianista canadiense se refiere con enorme cariño y respeto a la obra de Stravinski, a quien consideraba uno de los compositores más imaginativos del siglo XX, si bien creía que su obra, tal como la personalidad de su autor, padecía de errancia. Stravisnki se movió continuamente de lugar en lugar (San Petersburgo, París, Clarens, Biarritz, Hollywood, Nueva York), y no parece haberse sentido especialmente cómodo en ninguno. Según Gould, la obra de Stravinski fue algo así como una búsqueda insatisfecha, pues nunca el compositor de la monumental Consagración de la primavera logró sintetizar en ella su propia experiencia vital. La suya fue más bien música construida a partir de la recolección de retazos sonoros, recogidos sobre todo entre canciones y melodías del mundo rural. Quizás esto nos dé alguna pista sobre por qué Stravinski rechazaba la interpretación tal como hoy la conocemos. Las canciones de campo son en su mayoría de autoría anónima, y se tocan de manera rústica (arcaica, incluso). Están en las antípodas de quien concibe la interpretación de música como un manifiesto autoral y una conquista del yo. Con la ayuda del piano, Gould reubicó las jerarquías y puso al intérprete en primer lugar. Transcurrido el tiempo, parece que es su visión la que terminó por imponerse.
Referencias
-Goul, Glenn. 1984. Escritos críticos. Madrid: Turner.
-Isacoff, Stuart. 2021. Una historia natural del piano. Madrid: Turner.
-Stravinski, Ígor. 2006. Poética musical. Barcelona: El Acantilado.
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